En un día
interminable de trabajo, solo restaba abordar el autobús 203 de regreso a casa.
Disfrazada de oficina, era técnicamente un marciano en la micro, todo el
entorno mira con recelo o apatía. La tortura empeora con los zapatos de taco y
la hora y media de trayecto.
Por fin un asiento,
que termina con el suplicio de mis pies. Unas cuadras más adelante se sienta
junto a mi un joven con los ojos repletos de maldad…sin Dios ni ley…
Sentí su intención
y tuve mucho miedo, pero sin tartamudear y de corrido le pude hablar:- “quieres
cambiar y sentarte al lado de la ventana”. Él me miró y sin comprender siquiera
cómo le puede hablar, acepto y agradeció mi gesto de amabilidad hacia él. Sus ojos
me dijeron que hacia mucho mucho tiempo, no recibía tan significativo e inmenso
regalo; un gesto de amabilidad.
Mi miedo
desapareció y mi corazón se lleno de compasión.